Más allá de los consabidos tópicos (leer a los clásicos, enfrascarse en los imprescindibles, lectura obligatoria,…) «caer» en Baroja es, como dice la canción «volver a los diecisiete». Ustedes me entienden.
Sé de autores que pasaron de puntillas; conozco a otros que llegaron, triunfaron y me emborracharon como el champán bueno pero efímero; otros cuantos asomaron la nariz y recibieron mi portazo airado; algunos contados viven de okupas y renuevan contrato bianual con mi estantería; tres o cuatro, no más, me invadieron por la cara (o por la letra… quien sabe y bendita sea la hora y la madre que los parió) y un puñadito comparte memoria y recorrido conmigo. De entre estos últimos, Baroja es el que más. Andaba yo por los quince cuando las tediosas lecturas obligatorias de BUP (los que tengan 30 o menos pregunten a sus padres) me pusieron delante El árbol de la ciencia. ¡Pestiño de título! pensé yo entonces y a la tercera página cerré el pico, amortigüé la protesta y me enfrasqué. El vasco borde, gruñón y solitario me había conquistado, norabuena. Hoy, cuarenta años después sigo enamorada como el primer día. (Tontorrona)
El árbol…supuso mi primer pulso intelectual y estético, mi primera conmoción de joven lectora que hasta entonces separaba en dos filas paralelas el placer y el saber. Llegó don Pío y todo lo revolvió. Me obligó a hacerme preguntas, me exigió adhesiones filosóficas, me convenció de su más que razonable y razonada misantropía, me sometió a fantasías adolescentes de soledad feliz y cartuja en caserón norteño y venga reflexionar y cavilar mientras se va yendo la vida, me advirtió de que el que mucho rumia poco goza (insólita paradoja) toda vez que él demostraba ser el gran rumiante de la Generación del 98; sometió mi preformado cerebro a disquisiciones para mayores de dieciocho… Con él conocí la didáctica de la literatura en su máxima expresión y el dolor de la lectura consciente, la herida de la desazón y la adicción a la letra impresa. Sin duda El árbol… fue mi libro iniciático.
Como siempre me sucede con las obras que más admiro, escribir acerca de ellas me confunde, me encanta y me fastidia. Se me atropellan los mensajes y sufro al pensar cuánto me dejo por decir y qué caótica resulta esta titubeante aproximación al texto. Vayamos, pues, por partes.
El árbol de la ciencia (1911) es una novela descarnada no solo por la extensión –más bien breve- sino también por su contenido, despiadado y desesperanzado. Se trata de una autobiografía disfrazada de relato en la que el alter ego de un joven Baroja resulta ser el atormentado Andrés Hurtado y su sosias maduro y descreído es el tío de Andrés, el doctor Iturrioz. Esta novedosa e impactante forma de reflejarse el autor en dos personajes que interactúan al tiempo y son a la vez cara y envés de la misma moneda, constituye uno de los atractivos «técnicos» de la obra. He aquí al hombre que dialoga con el hombre, al muchacho que razona con su futuro semejante, envejecido y resabiado.
Al igual que Baroja, Andrés estudia medicina sin vocación ni interés, esquivando las asignaturas más incómodas, aprobando por los pelos las imprescindibles y afanándose poco. La Universidad, los planes educativos, el ambiente rancio y frívolo de las aulas, el profesorado de ampulosas maneras y escaso contenido científico, asquean a Hurtado que decide que lo mejor será pasar por allí rápido y sin dejar memoria. La carrera se vuelve en definitiva, un puro trámite.
Tampoco el ambiente familiar ayuda. Vive con su padre de quien tiene, con razón, una opinión pésima y con cuatro hermanos más que le resultan ajenos y antipáticos, excepto el pequeño y enfermizo Luis. Sus amigos, pocos y no muy buenos, cierran el círculo de su escasa vida social. Con todos ellos se aburre mortalmente el joven. Ni las calaveradas propias de la edad, ni las florecientes tertulias literarias y políticas de los cafés de moda, ni su incipiente carrera de médico traen a su vida ni un tanto así de felicidad ni de esperanza. Muy al contrario, cuanto más conoce a los humanos, en peor estima los tiene. Rápido supo que su vocación real era la de hombre solo, como Baroja y que la vida era un desierto largo y estrecho cuyo recorrido no ofrecía ni un ápice de alegría.
Como guinda, encuentra su primer empleo en el Hospital de San Juan de Dios, sanando indigentes y prostitutas; la cara más fea de la sociedad madrileña le echa el aliento corrompido y pútrido. Por todo sufre allí, con todos pelea y lucha. Vencido por el cansancio, destrozado por la prematura muerte de su hermano pequeño, buscando un destino más propicio y unas condiciones laborales mejores, Andrés recorre España y finalmente recala en Alcolea del Campo, pueblón desangelado de La Mancha, donde ejercerá su profesión con la amargura de sentirse rodeado de seres embrutecidos por la ignorancia y el conformismo. De vuelta a Madrid, Lulú, una brillante e inteligente muchacha a quien había tenido ocasión de conocer tiempo atrás, se revela como una potencial sanadora de su enfermo, huraño y retraído corazón. ¿Puede salvarnos el amor? Con el resto ya siguen ustedes.
Más allá de lo estrictamente argumental, el interés de la novela radica en dos puntos básicos: el hecho de hallarnos ante la propia historia personal y siempre apasionante de Baroja, transmutado ahora en Andrés y la explicitud descarada y chirriante con que la acción se interrumpe para dar paso a un capítulo entero de contenido exclusivamente filosófico. Hurtado encuentra en su tío Iturrioz al único interlocutor válido con el que discutir y abundar en todas esas teorías fascinantes que desde adolescente había leído en Kant, Shopenhauer, Niesztche… Ojo con los alemanes, le dice el tío, que son unos tristes. Mejor los ingleses, más prácticos y vitales. Pero Andrés se emperra en lo alemán (como Baroja) y el pesimismo, la tristeza, la absoluta desconfianza en el género humano y el convencimiento de que nada sirve, lo van apartando de su activismo político e intelectual, muy próximo al anarquismo, hasta llevarlo a una desolación íntima y conmovedora que desembocará, finalmente en el inmovilismo más radical. El hombre es cruel, egoísta y parasitario por naturaleza. La biología, la genética y el entorno lo condicionan y ni la educación (una farsa) ni el amor (pura química) pueden remediarlo.
La prosa de Baroja es sorprendente de puro limpia y sincera. Aunque la obra se adorna con todos los atributos comunes a los escritores de la Generación del 98 (galería de personajes secundarios, naturalismo rayano en lo escatológico, pesimismo histórico, descripciones impresionistas e imprecisas,…) el estilo literario de Baroja es como un cuchillo bien afilado: frases cortas, acciones inconclusas, personajes que desaparecen, falta absoluta de respeto al tiempo y al ritmo, despreocupación por la gramática… Del mismo modo que el hombre Baroja vive como le da la gana, sin rendir cuentas, misántropo y antipático, así escribe el novelista Baroja. Su estilo se reconoce por su absoluta falta de estilo. Ahí está la grandeza de su prosa.
El final irrumpe de manera abrupta y sin anestesia. Pero créanme, no existe otro posible. Descúbranlo. Háganle hueco a don Pío, que habla poco pero llena mucho. Después de este, atrévanse con otros títulos y otros protagonistas (hombres de acción), pidan hora a ver si con suerte Baroja los recibe y si no es el caso, siempre les quedará su obra. Disfruten.