Cortázar y Dunlop On The Road

Uno puede ser viajero o viajante; andar solo o elegir el copiloto ideal; visitar paraísos o descubrirlos a la puerta de casa. Viajar es siempre una promesa, un riesgo feliz, una tentativa de explorar los lados de allá. Si tienen dudas, Cortázar se las resuelve.

Y entonces el Lobo le propuso el viaje a la Osita. O fue al revés. No importa. Ambos habían decidido arriesgarse a vivir fuera del cuento sabiendo que cuanto más salían de él, más adentro se metían. «La autopista del sur» es un relato surrealista e hiperrealista (todo al tiempo) publicado junto a otros en la recopilación Todos los fuegos el fuego, en el que Cortázar con su habitual y concienzudo desvarío, narra las peripecias de un singular grupo de viajeros atrapados durante varios días en un atasco en la autopista que, desde el sur, entra en París. No conforme, por lo visto, con haber fabulado tal supuesto, decidió probar suerte y hacer el viaje del lado de acá, o sea, desde esta orilla que ustedes y yo llamamos «mundo real» y que a Julio le parecía un castigo, motivo por el cual se vio obligado a trasladar su domicilio vital al lado de allá y, muy ocasionalmente, volver al de acá, de visita, no más.

En 1978, Julio Cortázar y su mujer, la escritora norteamericana Carol Dunlop planearon un viaje estrafalario que por avatares de sus respectivos trabajos y sus compromisos políticos, iban posponiendo. La expedición, como así la llamaban ellos, partiría de París y los depositaría en Marsella. Este recorrido de menos de 800 kilómetros se convertiría en una prolongada aventura sobre ruedas, pues la intención era la de recorrer el trayecto acometiendo la autopista del sur y  deteniéndose en dos áreas de descanso por día, pernoctando en la segunda y no saliendo jamás ni bajo concepto alguno de la ruta marcada. Habida cuenta de que por entonces el número total de paradas entre París y Marsella era de 65, el viaje duraría 32 días, que finalmente fueron 31 pues un par de estas áreas estaban cerradas. Tuvieron que esperar hasta 1982 para poder realizar su hazaña.

Solicitados los permisos pertinentes a las autoridades de la autopista, pertrechados de todo lo imprescindible para una larga travesía (impedimenta, comestibles, bebibles, fumables, legibles, etc.), poderosamente armados de máquinas de escribir, máquina de retratar y tumbonas playeras (los horrores floridos), pactados dos o tres encuentros con amigos (de los de verdad) que acudirían a reponer existencias de fungibles a la hora y lugar señalados, y al volante del dragón colorado, una furgoneta Wolkswagen muy wagnerianamente apodada Fafner, salieron de París un 23 de mayo de 1982.

La tentativa del viaje era el viaje en sí mismo para después poder (d)escribirlo a cuatro manos en forma de diario expedicionario, complementado con fotos y dibujos que «de oídas» garabateó el hijo adolescente de Carol cuando los dos le contaron la aventura. Así nació Los autonautas de la cosmopista, una de las últimas ¿novelas? de Cortázar, la más impúdica y reveladora para los que, como yo, andamos a la caza y captura de cualquier detalle cotidiano que nos haga verle los pies de barro al dios Julio. Si son de los míos, la gozarán viéndolo lavar ropa, leyéndolo cocinar, corriendo urgido por la escatología más humana en busca de un baño, cortándose unos pantalones para fabricarse unos shorts horteras pero funcionales, queriendo a la Osita en la Fafner y todo a media luz, que es un brujo el amor…

A ratos cruza el relato una sombra, un atisbo de enfermedad, una pesadumbre disimulada, unas pesadillas reveladoras. Es la voz de la Dunlop, que ya enferma, encara el viaje y su relato saboreando con la voracidad del pre-muerto los helados, los paisajes y los besos altos, peludos y abundantes del Lobo. Le oculta diligencias y emergencias del cuerpo y conviene tácitamente con él, que el tiempo ha de detenerse para siempre en cada cena, en cada oruga corriéndole los pantalones, en cada gasolinera con motel adosado donde dormir comodiosmanda una noche cada tanto. Apura sus últimas felicidades con arrobo (cosas del amor) y con valentía (cosas del amor).

Pero como el asunto no es solo el camino y sus realidades del lado de acá, Cortázar incorpora amigos imaginarios, testigos de paso que encuentran hueco en la obra como puros personajes epistolares; la señora que los cruza en varias áreas de descanso, en días diferentes y escribe asombrada a su hijo para chismorrearle, entre dato familiar y fórmula maternal, que no sabés qué rara la parejita esa que me vengo encontrando a cada rato en la autopista…Si no fuera por, te aseguraría que viven acá adentro…

También los acompañan en el viaje Calac y Polanco, ese par de reporteros dicharacheros, argentinos de pro y personajes imprescindibles de su 62, Modelo para armar. Con ellos discute, putea, se enoja; los echa (ellos vuelven), se meten (él los vuelve a echar) aturden a la Osita, le tienen celos porque el Lobo solo tiene ojos para ella, como si el pobre Lobo ya supiera del fatal desenlace (Carol muere solo 5 meses después de la expedición).

La obra es un collage: se mezclan los tipos de letra -desde las hojas rústicamente mecanografiadas hasta el texto con letra impresa corriente, pasando por la cursiva de las cartas y las citas-, se aprovechan los pies de foto porque ya saben que la Literatura no conoce de espacios cerrados ni de estrecheces, se hacen guiños metaliterarios y plagiadores a Cervantes en los títulos de cada capítulo… Sin el menor rubor, se confunden discursos, pensamientos y acciones, y no hay frontera entre lo imaginado y lo vivido. Los autonautas en la cosmopista es un libro de amor viajero, de epicúreo disfrute de lo terrenal, de filosofía vital y mortal, eros y tánatos copulando bajo el techo desplegable de la Fafner, mientras ahí afuera el mundo gira en su vertiginosa normalidad.

Si ya aman locamente a Cortázar pero aún no han leído Los autonautas, no pierdan un segundo. Beban de la vida rodante de Julio y Carol y apuren cada frase como si fuera la última. Celebren este amor con justa envidia y la próxima vez que planeen sus vacaciones díganse: ¿Y por qué no? Eso sí, viajen o no viajen, siempre, siempre disfruten.

Patrick Süskind: Sommer, el caminante que venció a Grenouille

Existen ocasiones felices, aunque escasas, en que descubrimos un tesoro enterrado, un imprevisible tropiezo con una joya pequeña, delicada y exquisita. Esta obra que aquí les traigo tiene mucho de eso y no menos de ingenio y arte en estado puro. Ojalá a ustedes también los encandile.

A pesar de que llevo años haciendo bandera de la máxima «cuanto más polvo en los muebles, menos polvo en la cabeza», andaba yo el otro día (y sin que sirva de precedente), bayeta en ristre, sacando lustre a mi menguada y singular biblioteca cuando quiso el azar que mis dedos tropezaran con un librillo, un librajo escuálido de tapa dura y cubierta brillante que me llamó por mi nombre. Una, de natural educada, respondió al punto y como que no quiere la cosa, allí mismo de pie, comencé la lectura de una joya cuya existencia me había sido hasta entonces completamente desconocida: La historia del señor Sommer. Su autor es el famoso Süskind de El perfume, uno de los escasos best-seller a los que sí hice concesiones en su día (corrían los 80) y no me pesa, pues la novela es buena, la trama ingeniosísima y su personaje principal, Grenouille, un villano de tomo y lomo, un asesino con narices y un monstruo muy interesante, mezcla de imbécil y psicópata. El asunto es que, leídas las dos primeras líneas de este Señor Sommer ya no pude soltarme y en un par de viajes de autobús me lo ventilé, hecho nada admirable si tenemos en cuenta que el relato tiene no más de 133 páginas; eso tan moderno que se llama «novela corta» pero que yo prefiero llamar «cuento».

Süskind lo escribió en 1991 y Jean-Jacques Sempé se lo ilustró. El dibujante, mundialmente conocido por ponerle cara y gestos a Le petit Nicolas, entendió con su trazo de vértigo y sus espacios en blanco, el minimalismo de esta historia profundamente complicada, habitada por personajes oscuros pero no siniestros; enigmáticos hombres y niños que se cruzan sin hablarse y que viven rabiando y huyendo.

La historia está narrada en primera persona, con una intención adolescentemente autobiográfica, estilo «Querido diario…» pero no llegas a pasar de página cuando percibes el calado del asunto. Un niño cuenta su rutina en un remoto e ¿imaginario?  pueblo de Alemania y arranca con una afirmación la mar de adictiva: vive subido a los árboles porque nada de lo que sucede en tierra firme le interesa. Inmediatamente, se te va la memoria lectora hacia aquel desternillante personaje de Ítalo Calvino, el barón rampante y su inveterada costumbre de vivir por las ramas… (Si algo fantástico tiene la literatura es la intertextualidad, que la convierte en una araña gorda y peluda que teje una red infinita y pegajosa donde los mejores libros caen atrapados y finalmente deglutidos como moscas incautas. Por eso, solo existe la buena literatura… lo anecdótico son los títulos).

Pero continuemos… Este niño sin nombre ni más filiación que su inteligente inocencia y su enorme capacidad de análisis circunstancial, se va dejando vivir mientras crece y se hace adulto, en un ambiente entre estrambótico y germánico, con sus paisajes de trineos y bosques inmensos, sus clases de piano –por favor, muéranse de risa con la profesora, la tecla, el moco y su anciana madre-, sus carreras en bicicleta, su primer amor y dolor y sus encuentros ocasionales pero decisivos con el señor Sommer, un hombre extraño, asocial y aparentemente insustancial que atraviesa el relato a toda velocidad y cuyo papel estelar consiste en caminar y caminar todo el día sin descanso, como si fuese una promesa o más bien un castigo, como un Sísifo teutón condenado a recorrer el camino para, una vez llegado a su destino, volver a empezar, cada día lo mismo, invierno o verano, con lluvia o con sol. Y empieza uno a esbozar el interrogante de lector cotilla: Y este, ¿por qué camina todo el día? ¿Para qué? ¿Hacia dónde? Deliran si piensan que se lo voy a contar…

Nuestro héroe infantil, precisamente por serlo (héroe e infantil), da sentido a este cuento que tiene (siguiendo con lo de la intertextualidad) un aroma a Hansel y Gretel y unas maneras de cuento chino por lo breve, lo esencial y lo primitivo del mensaje. Personajes desdibujados y escritos a manotazos de los que únicamente percibimos el pálpito de sus acciones, ojos de niño que entre el susto y la interrogación intentan desentrañar la fórmula de la gravedad, el significado arcano de la claustrofobia o los seguramente terribles y secretos motivos que llevan a un hombrecillo estrambótico a recorrer kilómetros y kilómetros. Un muchacho que atesora, sin saberlo, una sabiduría cósmica pero no a lo Paulo Coelho (¿por quién me han tomado?) si no, mundana, iniciática, privada e intransferible. En su recorrido, se llevará con él la visión alucinante de un hombre que se derrumba bajo un árbol o que se sumerge solitario en un lago y esconderá para el resto el secreto de su última gran escalada a la rama más alta del árbol más difícil.

El señor Sommer es una lección de cómo lo insustancial se convierte en consustancial cuando tu vida es porosa y eres persona decidida a dejarte enseñar y a ver donde otros ni atisban. Así pues, admiren la zancada loca y extraviada de un caminante desquiciado, crezcan con este niño que se les hace mayor en cien páginas, alucinen con las ilustraciones de Sempé, contemplen cómo Sommer adelanta por la derecha y sin intermitentes al feroz Grenouille y, por no hacer mudanza en su costumbre, disfruten.