¿De verdad necesita el Nobel un escritor como Murakami? Maldita falta le hace. Y él lo sabe, aunque lo añore…
Creo que no he empezado bien con Murakami. Gentes entendidas me aseguran que Kafka en la orilla me habría enganchado más y mejor, pero esto mío de las lecturas desordenadas sigue una pauta caótica e imprevisible. Algunas novelas se me aparecen como fantasmas y las atrapo al vuelo sin censura ni cronología arriesgándome a perderme la trayectoria que trajo a sus autores hasta la obra que les ofrezco. Pero soy de las que cree que cada libro es una isla, con una infraestructura autónoma y suficiente y que mal asunto si hay que justificar su existencia a la luz de títulos anteriores.
Reflexiones y justificaciones aparte hoy les traigo lo último de Murakami: Los años de peregrinación del chico sin color. Todo comienza con la narración de la adolescencia de Tsukuru, un muchacho japonés que vive en una ciudad mediana y próspera, hijo de una familia de clase acomodada, estudiante de un instituto potente (ya saben, muy japonés) e integrante de una pandilla de cinco miembros que se nos presentan como un dragón de cinco cabezas (confieso que he plagiado la comparación). Tres chicos y dos chicas forman este inquietante y sólido quinteto que marcará un antes y un después en la vida de Tzukuru. Pero no se apuren, no es una novela de/para adolescentes. Ni mucho menos. Durísimos e inexplicables acontecimientos provocarán la expulsión del muchacho del grupo y lo que hasta entonces había sido una existencia feliz y armónica se convierte en un infierno personal que perseguirá al protagonista el resto de su vida. Muchos años después, movido por intereses vitales de muy diferente índole, Tzukuro viajará al pasado e intentará explicarse qué sucedió para haber sido lanzado lejos del paraíso confortable y protector que aquella amistad le procuró en sus primeros años.
El relato es polimorfo y coquetea con un no sé qué de novela negra, de ensayo sobre el dolor, de historia de amor y de arquitecturas psicológicas y urbanas, las dos. Quisiera como siempre, contarles sin desvelar, pues en la obra los hechos reales poseen un valioso peso específico, pero habré, al menos, de adelantarles que Tzakuru es un muchacho tímido, corriente, aburrido, sin chispa, sin nada que lo haga destacar por ningún motivo. Frente a los otros cuatro, Tzukuru es un joven sin color que, como ya anticipa la maldición de su apellido, es el único de los cinco que no posee ninguna tonalidad en su raíz. Esta casualidad patronímica moldea desde bien pronto su personalidad apagada y silenciosa, pues el joven cree sinceramente que está destinado a una vida sin emociones ni sobresaltos, en la que nunca destacará en nada y que terminará por volverlo alguien no solo sin color, sino mucho peor, un hombre transparente, invisible.
Con esta certeza abrumadora Tzukuru, que se ha mudado a Tokio para continuar sus estudios universitarios, vagará por su propia vida y por la ciudad, presa de un ensimismamiento enfermizo y peligroso que a punto está de matarlo. Y en ese momento, se enciende en su interior la luz de una verdad desoladora: no hay diferencia entre estar vivo y estar muerto; él se ha subido a la cima de un tejado de dos aguas y no ve diferencia alguna entre caer hacia un lado u otro. No es un suicida; es un hombre que ha descubierto casi maravillado, lo fácil, rápido y deseable que es morir y parece dispuesto a ello sin provocarlo directamente pero sin evitarlo tampoco. Sin embargo, una obsesión alimentada desde su infancia, lo saca de su estado premortal y lo devuelve al ritmo frenético de las vidas normales, de los ríos de gente, de esas cosas del trabajo, los amigos, los amores… Esa obsesión salvadora es su pasión por los trenes, más concretamente por las estaciones a las que considera auténticos hogares de millones de personas que pasan en ellas más horas que en su propia casa, y decide dedicar sus esfuerzos a aprender a construirlas. Se convierte entonces en un ingeniero civil que construye y reforma estaciones ferroviarias, que vive independiente y solitario pero que ha conseguido con su adicción al trabajo creativo, confinar el dolor que casi lo mata antaño hasta dejarlo reducido a una bola dura y seca que se le clava en el estómago y se hace patente solos en sus sueños.
A pesar de que la acción transcurre en Japón, a excepción de un fugaz viaje a Europa, Murakami no ha construido un relato japonés. Claro que todo desprende un aroma a sake, a ceremonia, a orden en el caos… algo inevitable, supongo, que tiene más que ver con la idiosincrasia de Murakami que con la intención de colarnos un haiku en cada página. La novela supera lo accesorio y adquiere una dimensión universal donde Japón es un mero escenario y la condición humana y sus circunstancias son los auténticos protagonistas. Esta obra viaja por lo real, lo imaginado, lo soñado y lo sentido sin que ninguno de estos aspectos se solape o se someta a otros. Todo cuenta, todo vale… una charla en el mundo de aquí, una pesadilla trascendente, un recuerdo que se vuelve indoloro a fuerza de haber dolido toda la vida, una melodía que es hilo conductor y evocador, un interrogante sobre la propia sexualidad…
Sin duda, lo más logrado del relato es el silencio pavoroso que lo preside, a pesar de Tokio y el tráfico, la música y las estaciones bulliciosas. Tzukuro se construyó para sí una magnífica campana de vacío donde se cree a salvo y que le permite ver sin sentir; y allí, donde el ruido no llega, inventa cada día una excusa equilibrada que le permita continuar.
La construcción de la novela fluctúa entre el relato intimista y desnudo y un cierto tufo a best seller norteamericano que chirría. Algunos personajes resultan superfluos y desdibujados, como Sara, la interlocutora-amante de Tzukuro que no es más que un alter ego del protagonista, erigida en pepito grillo y cuya historia de amor se me antoja forzada e innecesaria. Frente a ella, el joven Haida con quien traba una amistad extraña y profunda, desaparece de la trama con un dramático mutis por el foro -a pesar de su enorme poder argumental- dejándonos apenas el zumbido de una presencia imprescindible y lejana, el frufrú levísimo de la seda de un kimono de actor japonés. Todos son muñecos en manos de Murakami; no hay lugar para la autonomía ni la libertad de los personajes; todo está perfectamente trabado y calculado. El tratamiento del tiempo es extraño e inquietante. Minuciosas y desesperantes descripciones de apariencia trivial se confunden con magníficas elipsis, saltos desbocados hacia atrás que terminan por dar sentido completo al relato.
Bienvenidos al universo Murakami. A pesar de que me ha parecido ver entre las páginas la calva reluciente de Coelho (¡dios nos libre!) o la blanca melena de Jodorovski, reconozco que la novela es sólida, contundente, madura y asombrosa. Déjense caer en ella, olvídense de mis anteriores reflexiones prejuiciosas, acométanla con inocencia y disfruten.

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