Qué mejor obra en estos días de difuntos que El Tenorio, un clásico que no envejece y entra solo.
España, 1844. Se publica y estrena Don Juan Tenorio con enorme éxito tras las primeras representaciones y ante el asombro e incredulidad de José Zorrilla. Su obra desbanca de inmediato a El convidado de piedra de Zamora, que venía representándose desde hacía largo tiempo, en multitud de teatros españoles, cada 1 de noviembre, día de Difuntos. De pronto, este modesto y relativamente poco conocido autor romántico, se ve encumbrado a una gloria que ni comprende ni acepta. De hecho, Zorrilla reniega de su obra y en no pocas cartas y escritos confiesa su descontento con lo que él mismo califica como un conjunto de «amaneramientos y mal gusto» plagado de «ripios y hojarasca». Años después, planea una reedición de la obra, corregida y enmendada, pero muere antes de comenzarla. Justo es recordar que no fueron únicamente estilísticos los motivos que lo animaban a la reescritura de Don Juan; un mal negociado contrato con editores y productores teatrales lo llevó a quedarse fuera del jugosísimo reparto de beneficios que la obra generaba. Deseaba, pues, enmendar la obra por el arte… y por la «parte».
Asuntos crematísticos a un lado, parece oportuno pintar brevemente el panorama literario en el que nace este drama. Mediados del siglo XIX. Europa supera desde hace tiempo su saturación de Romanticismo artístico y navega en aguas del Realismo y Naturalismo que vienen a ocupar el puesto del excesivo movimiento anterior. Pero España, que en esto no será diferente a otros tantos asuntos, recibe tarde al Romanticismo y aquí el período es más breve pero muy intenso. En este ambiente cultural tan proclive a la hipérbole, al desgarro, a la expresión dolorida de los poetas y a cierto carácter bohemio e insolente de todos los autores en general, nace Don Juan. El joven Zorrilla, acreedor de todos los tópicos de la época, se enfrenta primero a su padre y después a las normas del buen gusto, y se enrola en este drama de proyección universal, con larga tradición literaria y magníficamente revisitado por él. Tirso de Molina (El burlador de Sevilla), Zamora (El convidado de piedra) o Molière (Don Juan o el convidado de piedra) fueron sus fuentes indudables; su talento y creatividad hicieron el resto. Algunos críticos afirman que Zorrilla pretendió con esta obra, parodiar el mito, burlarse de él y de su puesta en escena y rematarlo con un final distinto y prometedor. Para ello, crea el personaje de doña Inés cuyo amor lo redime en última instancia. A pesar de las incisivas críticas que la figura de don Juan provoca, se percibe en su carácter un brillo e inteligencia encomiables; un genio y una frescura dignas de un galán de pro; no es de extrañar que las mujeres cayeran rendidas a sus pies y sus enemigos se sintieran honrados de morir atravesados por su espada o por sus balas. Caminando por los versos de la obra, sentimos por momentos el galope veloz de sus correrías, el arrojo varonil de sus conquistas y la chulería agudísima de sus afrentas. Don Juan se bebe la vida a tragos largos, gozando las aventuras futuras mientras remata las presentes, burlándose de la muerte, de Dios, de los hombres y de las mujeres.
«Por donde quiera que fui,
la razón atropellé,
la virtud escarnecí,
a la justicia burlé,
y a las mujeres vendí.
Yo, a las cabañas bajé,
yo, a los palacios subí,
yo, los claustros escalé,
y en todas partes dejé
memoria amarga de mí»
Y en esas llegó doña Inés, todo dulzura, todo recato y con ella, el amor. Su brevísima relación deja profunda huella en don Juan y aunque la muerte súbita de ella y los años transcurridos parecen poner un punto y final, no son más que un breve paréntesis que se cierra cuando él descubre que aún la ama y en ello le va la vida.
La pluma agilísima de Zorrilla desmiente la autocrítica del poeta a su obra. Escritos con gusto y ritmo, los versos, de intrincada polimetría, se deslizan cantando entre la rima y una prosa subyacente que, a pesar de las florituras, mantienen intacto el hilo conductor. Diálogos rápidos y endemoniados se mezclan con largos soliloquios y dulcísimas y encendidas declaraciones de amor que, si bien hoy suenan trasnochadas, resultan deliciosamente inocentes:
«Acuérdate de quien llora
al pie de tu celosía
y allí le sorprende el día
y le halla la noche allí;
acuérdate de quien vive
sólo por ti ¡vida mía!,
y que a tus pies volaría
si le llamaras a ti»
Si deciden adentrarse en la obra, prepárense para un recorrido fascinante y fantasmal por la Sevilla de 1545 y déjense arrastrar por todos los tópicos ambientales, tan del gusto de los románticos, deudores de la estética medieval y del grave teatro calderoniano: cementerios, callejones, noches de luna llena, embozados, partidas de cartas, mucho vino, capas y sombreros en cada esquina, duelos, conventos, espíritus, ruinas, hermosas mujeres, ardientes galanes, honorables padres agraviados clamando venganza, monjas descuidadas, criadas arribistas,… y acción trepidante y asegurada. Y como siempre, disfruten.