Eduardo Mendoza busca a Gurb, desternillantemente

En estos tiempos de cólera, qué mejor que la risa, siempre un arma cargada de esperanza. Con ustedes, Gurb y el gran Eduardo Mendoza.

Ya era hora de reírse ¿no? Tras varias semanas de sesudas introspecciones literarias tocaba una de «gazpacho pre-veraniego» con que aliviar los rigores de la pesadumbre vital. Y es que, por fortuna, la Literatura también sabe de carcajadas y de paraísos cercanísimos en los que perderse sin salir de casa… o de la playa. Esta semana buscamos a Gurb.

Como suele suceder en muchos de los triunfos editoriales, esta obra nació de la casualidad y la desgana con las que Mendoza cerró un trato con el periódico El País por el cual se comprometía a publicar semanalmente un relato «por entregas» con sabor a verano y ligero de contenido. Había nacido Gurb.

¿Quién/qué es Gurb? Pues ni más ni menos que un primoroso alienígena que, a bordo de una nave espacial comandada por su superior, aterriza en la Barcelona preolímpica y desquiciada de finales del siglo XX. Esto no puede empezar mejor. En una vuelta de tuerca sublime, Mendoza deconstruye las habituales historias de ciencia ficción en las que un puñado de atribulados terrícolas arriban a algún planeta imaginario y hostil y nos hacen partícipes de sus andanzas y asombros ante tamañas maravillas. En esta ocasión, los visitantes son ellos, Barcelona es el escenario y sus habitantes, los comparsas de este vodevil futurista y genial en el que Gurb y su jefe se buscan a la vez que van reconociendo un terreno ajeno y alucinante para ambos. Lo primero que deciden en cuanto aterrizan es adquirir alguna forma humana que les permita mezclarse con el vulgo discretamente, para observar y aprender sin ser vistos. Optan, a la sazón, por transformarse Gurb, en Marta Sánchez y su superior, en el Conde-Duque de Olivares y de esta guisa salir a ver mundo… Empiezan las carcajadas.

El periplo urbanita y delirante del comandante de la nave que busca desesperadamente a Gurb, del que lleva horas y días sin tener noticias, nos introduce en los entresijos de una ciudad enorme, cosmopolita y a la vez profundamente cateta por la que nuestro extraterrestre deambula sin rumbo fijo intentando mimetizarse, sin fortuna, con los otros y analizando con ojos deslumbrados las inexplicables costumbres y maneras de estos seres (los humanos) que sufren las indecibles inclemencias de su cuerpo, se trastornan con incontables sobresaltos de su espíritu y viven hacinados en cubículos diminutos o dedican su tiempo a amodorrarse en recintos sagrados a los que llaman bares. Así que el comandante, empeñado en recuperar a Gurb a cualquier precio, comprende que no le queda otra que aprender a sobrevivir y hacer suyas las extrañas maneras de sus nuevos congéneres. Se echa amigos, se engancha a los churros, se enamora, se emborracha, roba para comer, se mete en peleas y lucha por sobreponerse a cada paso a la incertidumbre que los actos de los humanos le provocan. De este modo, nuestro mundo previsible, cercano, conocido, aparece ante sus ojos como un disparate donde la carne y las pasiones imperan sobre el intelecto. Y el pobre no entiende nada, pero mantiene una férrea voluntad de aprender y de integrarse. El resultado es una radiografía ácida e irónica de esta sociedad desquiciada; una burla incisiva en la que se cuestionan los principios estúpidos de nuestra gregaria convivencia en la que día a día, repetimos los mismos gestos, adolecemos de los mismos vicios y transitamos ignorantes y perdidos en busca de otro día más, sumidos en una brutal ignorancia, seducidos por el brillo de lo material, arropados por la insolidaridad de la gran ciudad que niega al individuo y lo pastorea a su antojo. No es de extrañar que el pobre alienígena esté deseando largarse.

Lo de menos es si al final encuentra a Gurb, lo de más es la búsqueda en sí misma, la sorpresa infantil con la que se narra cada acontecimiento absolutamente trivial pero maravillosamente prodigioso a los ojos del extraterrestre. Podríamos hablar de un cierto «realismo mágico» en esa manera de ejecutar los mayores disparates con una naturalidad bochornosa o de epatarse con naderías que lo exasperan. El lenguaje ágil, la sintaxis breve, la morosa descripción de objetos intrascendentes o los diálogos disparatados convierten esta novela en una sátira inteligente que nos mantiene con la sonrisa en los labios desde la primera línea, con ese humor que nos obliga a desplazarnos al otro lado y a no conformarnos con el chiste fácil o la astracanada previsible. Uno se imagina a Eduardo Mendoza escribiendo desde una elevada terraza de Barcelona, con la ciudad allá abajo y su mirada oblicua y genial saltando entre tejados, barrios, gentuza y otras cosas de comer y riéndose sin superioridad de todos ellos, de todos nosotros… de sí mismo, algo que, en el caso de Mendoza, le sale sin querer porque para él la ironía es una forma de ser y de estar que aparece siempre en su obra.

Sean, pues, niños sueltos en un fabuloso parque de atracciones, elefantes en una cacharrería, alienígenas en su propio planeta. Miren «lo de siempre» con ojos de «lo de nunca». Averigüen si, finalmente Gurb aparece. Busquen sombra, cuiden que sus mandíbulas no se desencajen… y disfruten.

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